Los coleccionistas son de otra raza. Ya desde pequeños, suplen la vacuidad de la vida mediante la adquisición compulsiva de objetos. Y es que el fetichismo es bueno, digan lo que digan. Toda clase de coleccionismo implica un elevado concepto de la vida, una elegante atracción por la belleza efímera e inútil. Amigos, hermanos casi, me declaro coleccionista.
De pequeño coleccioné minerales de todo tipo, y tiene que haber pocos elementos de la tabla periódica que no estén presentes en los cajones de mi casa. Uno de los peores días de mi vida fue cuando se me cayó una caja donde guardaba muchos de ellos y se esturrearon por el suelo, indistinguibles para siempre unos de otros. Así siguen…
Los sellos siempre estuvieron ahí, aunque mi época de filatelista avezado pasó a mejor vida. No hace mucho que regalé mi colección de sellos de caballos. En su momento, con diez años, compré en Moscú muchísimos sellos de países comunistas que no solían verse por España; pero hoy, como entonces, siguen sin valer un duro, claro. Al menos son bonitos de ver…
Nunca me dio por el filumenismo o la glucosbalaitonfilia, pero sí coleccioné todo tipo de objetos pequeñitos y seres vivos que pudieran observarse al microscopio. Un día, me corté en el pulgar izquierdo al partir una abeja y, en un arrebato frankensteiniano, corrí a poner mi sangre en la placa del microscopio. Todo sea por la Ciencia, amigos.
La numismática y la notafilia tendrán un post aparte en el futuro, amenazo desde ya; pero estoy escribiendo éste para deciros una cosa: a partir de ahora, cuando viajéis al extranjero, no sólo me tendréis que traer billetes en estado plancha, como hace tan bien Alejandro; porque a partir de este viaje, declaro inaugurada mi colección de Principitos en varios idiomas.
—¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor, a quien encontró instalado, en silencio, frente a una hilera de botellas vacías y una hilera de botellas llenas.
—Bebo —respondió el bebedor, con aire lúgubre.
—¿Por qué bebes? —preguntó el principito.
—Para olvidar —respondió el bebedor.
—¿Para olvidar qué? —inquirió el principito, que ya se compadecía de él.
—Para olvidar que siento vergüenza —confesó el bebedor, bajando la cabeza.
—¿De qué te avergüenzas? —indagó el principito, que deseaba socorrerle.
—¡Me avergüenzo de beber! —terminó el bebedor, que se encerró definitivamente en el silencio.